“¿Te acordás del toque de Ricardo Andrade en la Concha Acústica?”

Ese día nos preparamos en la casa de Juan Ramón, aprovechando que vivía enfrente del Santuario de Guadalupe, y nos quedaba cerca para recorrer a pie toda la 7a. calle hasta el Parque Centenario. Poco a poco, empezaron a llegar los amigos de las diferentes zonas de la capital: el Grillo, el Doctor, el Orejas, las Roses, el Neto y la Bathory.

Todos nos reunimos para bajar en manada de la 1a. a la 6a. avenida, pasando por la venta de libros usados Ixmucané, los Institutos Landivarianos, la office del psicólogo (que más parecía que necesitaba autoaconsejarse y autoanalizarse, por vivir siempre en depresión y ansiedad), la cuadra de la señorita Flor, la cuadra de los químicos (donde sobresale el Calambres, joven que se quedó malo del sistema nervioso, a consecuencia del constante estado etílico en que se mantenía), la cuadra de las ópticas (en la que se pueden ver clínicas para los ojos al por mayor, con ofertas de aros, exámenes, lentes y cirugías milagrosas para poder ver sin problema) y la cuadra de los chinos (ahí se podía disfrutar de un rico chao mein o unos tacos chinos muy deliciosos, a pesar de la mala fama que tenían por parte de los vecinos, quienes juraban escuchar los lamentos de los perros y los gatos utilizados como ingredientes).

Pasada toda la ruta septimaria, luego de caminar en medio del Banco del Ejército, nos encontramos con la gran sorpresa de que estarían Varela, La Tona, Domestic Fool y Viernes Verde, y como platillo fuerte de la tarde, Ricardo Andrade y Los Últimos Adictos. Todo pintaba a que iba a ser un buen concierto de finales de agosto en aquel ya lejano 1999, sin saber que a medio toque empezarían los plomazos. Casi a la mitad del evento se asomaron las hordas policiales, creyendo que se llevaba a cabo alguna clase de rito oscuro o que peligraba la «seguridad nacional», pues llegaron en patrullas, camiones y tanquetas a intentar disolver el grito de batalla de miles de jóvenes, quienes felices coreaban canciones de protesta, libertad y justicia, involucrando y denunciando el mal proceder de las autoridades de la época.

Según los organizadores, ése fue el detonante para llegar a reprimir a la juventud ahí reunida, y de cómo todo el mundo empezó a correr de un lado a otro, entre plomazos y nubes de gas lacrimógeno, culpables del único delito de cantar y gritar a los cuatro vientos la denuncia ciudadana. «Agáchense, que hay balas perdidas», gritó uno de los encargados. Algunos se refugiaron en el vestíbulo del Hotel Centenario, otros en los baños de la Concha Acústica, y los más rápidos salieron disparados hacia el interior de la Catedral Metropolitana, suplicando el socorro divino que llegó de manera inmediata.

En medio del tumulto empezó a caer una fuerte lluvia, con la que a los opresores se les mojaron la pólvora y las bombas lacrimógenas, perdiendo la ventaja bélica y limitándose a correr de un lado al otro del Parque Central a los jóvenes con batones y macanas. La mayoría lo agarró como un juego, burlando a los uniformados, corriéndoles de un lado a otro o rodeándolos de manera cómica, como demostrando el poder de las masas. Mientras tanto, del equipo de audio y amplificación ya no se supo más: si las bocinas sobrevivieron o no, sólo se sabe que el patrocinador municipal ya nunca quiso apoyar algo parecido, porque este grupo de jóvenes que campeaban a sus anchas en el Centro Histérico eran muy problemáticos. El organizador sólo se fue con el gusto de haber estrenado ese día su secuenciador de sonido, y de haber entretenido por un rato a miles de jóvenes hambrientos de justicia, amor, paz y buena música.

URBANISMO MELÓDICO: relatos de anécdotas y sitios de la ciudad capital, en los que se haya vivido una historia urbana antes, después o en medio de una actividad musical, combinando urbanismo, lugares, música y literatura.

#AsíSeViveEnGuate
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